enero 27, 2003
Adoro el cine de Suecia, contemplativo y terminal, como sus costas, que parecen arrancadas por Dios un domingo de furia. Cada película recurre a espacios abiertos, planos de horizonte infinito, interminable, pero el tono es claustrofóbico al extremo. Lo que da una polarización espléndida. Recientemente veo que el cine sueco, igual que el iraní, se ha vuelto su mismo colmo en la abstracción.
Por decir, la película de anoche, dirigida por Theodore Mayan y protagonizada por el actor desconocido (para mí) Soren Stanlew, que encarna a un escritorcillo común y corriente. Común y corriente significa tener muchas ganas de escribir y poca vida, llevar empuñado un bolígrafo con el que invade servilletas, papel sanitario, el reverso de las notas de compra, manteles de cafetería, billetes... al acecho de pequeñas frases matadoras que no dan cuerpo a nada.
Se le ve empeñado en los clásicos, conmovedoramente adicto. Se le ve sufrir. De algún modo sabe que, arrimándose al contexto en que vivió tal o cual narrador, irá calcando su talento y su suerte. Por ejemplo, se deshace del ticket ganador de la Lotería Nacional como un gesto de simpatía hacia Dostoievsky, lo que enloquece a su mujer, Olga.
No quiero decir que la película sea lenta, pero lo es. Entiendo perfectamente el ritmo bobo, incluso el tratamiento facilista de un nudo dramático no muy atado. Cine sueco. Todo se justifica y se subraya en los últimos veinte minutos, que dan un twist infernal y hacen de ésta, para muchos una cinta mediocre, la obra magistral que me tiene aquí, temblando. Por angas o mangas vemos interrumpida la lucha vocacional del joven -por lo demás poco esperanzadora- cuando se topa con la primer escena del crimen.
Esto llega un día soleado, al mediodía, al salir de un templo shintoísta al que se ha visto atraído después de leer a Ezra Pound. Elige la puerta trasera para huir de los asistentes y da con el oscuro tono de la sangre humana, que escurría del cuerpo hecho trizas de un anciano.
No importan los detalles; aún si los detalles importaran, no voy a revelarlos. Pero vemos dos crímenes más, igual sangrientos, cerrando con la muerte por destazamiento de Olga en plena cocina. Se trata de una secuencia no mayor a quince segundos, filmada rudimentariamente, en la cual su cuerpo sufre terribles cortes, rasgándola toda dirección, salpicando la orfebrería de las despensas. El joven esposo no se explica el origen de tal calamidad y nada puede hacer. Silencio en la sala del Cine Club.
Olga se ve irreconocible, es un montón de harapos y coágulos. La imagen de la cocina ensangrentada se disuelve a negro y aparecen los créditos que no hubo en un principio:
Una cinta de Theodore Mayan...
Soren Stanlew...
y Maita Donjerssen... en...
El ataque de las navajas invisibles.
Misterio desde el tuétano, pastura y follajes. Adoro el cine sueco, como el iraní.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El ataque de las navajas invisibles se exhibirá los días Febrero 12, Marzo 12 y Abril 9 en el Cine Club Escrúpulos, administrado por nuestro amigo Lauro Ayub.
Constitución # 1660, entre Tercera y Cuarta, Tijuana, México.
Teléfono: (664) 970-7002.
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Comentarios:
mr_phuy@mail.com
Por decir, la película de anoche, dirigida por Theodore Mayan y protagonizada por el actor desconocido (para mí) Soren Stanlew, que encarna a un escritorcillo común y corriente. Común y corriente significa tener muchas ganas de escribir y poca vida, llevar empuñado un bolígrafo con el que invade servilletas, papel sanitario, el reverso de las notas de compra, manteles de cafetería, billetes... al acecho de pequeñas frases matadoras que no dan cuerpo a nada.
Se le ve empeñado en los clásicos, conmovedoramente adicto. Se le ve sufrir. De algún modo sabe que, arrimándose al contexto en que vivió tal o cual narrador, irá calcando su talento y su suerte. Por ejemplo, se deshace del ticket ganador de la Lotería Nacional como un gesto de simpatía hacia Dostoievsky, lo que enloquece a su mujer, Olga.
No quiero decir que la película sea lenta, pero lo es. Entiendo perfectamente el ritmo bobo, incluso el tratamiento facilista de un nudo dramático no muy atado. Cine sueco. Todo se justifica y se subraya en los últimos veinte minutos, que dan un twist infernal y hacen de ésta, para muchos una cinta mediocre, la obra magistral que me tiene aquí, temblando. Por angas o mangas vemos interrumpida la lucha vocacional del joven -por lo demás poco esperanzadora- cuando se topa con la primer escena del crimen.
Esto llega un día soleado, al mediodía, al salir de un templo shintoísta al que se ha visto atraído después de leer a Ezra Pound. Elige la puerta trasera para huir de los asistentes y da con el oscuro tono de la sangre humana, que escurría del cuerpo hecho trizas de un anciano.
No importan los detalles; aún si los detalles importaran, no voy a revelarlos. Pero vemos dos crímenes más, igual sangrientos, cerrando con la muerte por destazamiento de Olga en plena cocina. Se trata de una secuencia no mayor a quince segundos, filmada rudimentariamente, en la cual su cuerpo sufre terribles cortes, rasgándola toda dirección, salpicando la orfebrería de las despensas. El joven esposo no se explica el origen de tal calamidad y nada puede hacer. Silencio en la sala del Cine Club.
Olga se ve irreconocible, es un montón de harapos y coágulos. La imagen de la cocina ensangrentada se disuelve a negro y aparecen los créditos que no hubo en un principio:
Una cinta de Theodore Mayan...
Soren Stanlew...
y Maita Donjerssen... en...
El ataque de las navajas invisibles.
Misterio desde el tuétano, pastura y follajes. Adoro el cine sueco, como el iraní.
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El ataque de las navajas invisibles se exhibirá los días Febrero 12, Marzo 12 y Abril 9 en el Cine Club Escrúpulos, administrado por nuestro amigo Lauro Ayub.
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enero 23, 2003
La noticia de que los hispanos pasaron a ser la principal minoría en Estados Unidos (13% de representatividad) desplazando a los afroamericanos (12.7%) y asiáticos (12.1%), es una de esas que mueve montañas. Conforme se corre la voz, se ajustan las ideas de lo que consideramos norteamericano. Las Agencias de Noticias no caben de contentas y se atribuyen leyes e hipótesis, siempre después, con el soberbio tono de "yo ya lo sabía".
Ahora resulta. Que Bush, en sus giras por ciudades tópico, pronuncia fragmentos de su discurso en español, un español tejanizado y colonialista, de dar miedo. Que Univisión, Multivisión y Uniradio han logrado chicos ratings como pioneros en la convocatoria hispana. Por dios, incluso leí el siguiente comentario en relación a Salma Hayek, tomándola como pivote de la hispanización, firmado por Brad Fooley en el Sun of the Times: "Cuando la chica sonríe y enseña pierna desde su natal Vera Cruz, acá se le ven los callos."
Los problemas de la política -y de sus sujetos- son normalmente muy obvios. Y terriblemente aburridos. De acuerdo, pero el tema de la composición demográfica en Estados Unidos, visto desde Tijuana, donde se tutea con el problema de la migración en versión light, resulta un doble shock. El antropólogo polaco Ocinú Etneilk, tan mal reconocido en los EEUU, donde reside desde 1964, escribió ayer en su columna del periódico virtual Sobreviviente Reich:
"El imperio norteamericano, que tomó vigor cuando reconoció y asimiló al migrante en su circuito económico, lección que dió a Europa con tubo, ha ido demasiado lejos, quizá sin saberlo. Va montado en un tobogán lento pero sin rieles, que controla cada vez menos. Sencillamente, en 150 ó 200 años tendrá una división política tan fuerte o más que la de España, que se bate en conflictos civiles con sus nacionalidades históricas o pequeños países."
"Todavía más [reitera Etneilk], los estados con tradición independiente en el ejercicio de opinión y que se bastan a sí mismos, como California y Texas, buscarán tarde o temprano su independencia política. Todo indica que las regiones de núcleo duro, aquellas de menor mezcla racial, se irán mentalizando para vivir acorraladas y hallarán la forma de reunirse, geográfica y constitucionalmente. No sólo veo difícil que el país amplíe su territorio al Sur, como podría pensarse, sino que veo su destintegración antes del Siglo XXIII."
Desde hace más de veinte años -como Claridad- Etneilk es solo soledad y silencio. Su posición política es borrosa y anticuada, se le cuestiona no sólo en aulas universitarias sino hasta en la cocina de Jack-in-the-box. La lectura de País de barro, su obra más difundida, es insoportable, por no decir lo estúpido que me sentí comprando (y leyendo) sus dos volúmenes de Vagoneta al cielo: Iglesias cimarronas en el fin de siglo.
Pero el viejo tiene lucidez. Tienes que leerlo:
http://www.Sobreviviente_Reich.com/columnas/Etneilk/
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enero 21, 2003
Hace cuatro semanas, dos días y nueve minutos, bajando de un vagón del trolley en la estación Iris Avenue, me cayó en la cabeza una caja semivacía de Clorets. Fue más el susto. Después de estrujarme el cabello por el profundo miedo que tengo a las avispas -que viene de mis ocho años de edad cuando una avispa roja y gigante, de patas colgantes, me siguió en un parque hasta clavarme el aguijón a centímetros del testículo derecho-, me di cuenta que no había insecto de por medio, sino la caja de Clorets con las últimas tabletas.
El edificio más cercano estaba a 100 metros y la caja había caído en línea vertical. Empecé a preguntarme quién estaría lanzando cajas semivacías de Clorets desde lo alto, por qué semivacías, por qué encima de mí, cuando me intrigó un resplandor publicitario de la caja:
Clorets con clorofila
He visto el promo en TV y no me lo había preguntado, pero parece lo más extravagante del consumismo desde el lavaplatos con internet Whirlpool. Un producto aderezado con lo absurdo, un plus totalmente desvinculado de la necesidad que proveé, pero que ahora vende más, algo que no comprendo.
Tal vez no sea la clorofila que sabemos, puede que sea otra y no la de siempre. Será la mímica ejecutante de un chicle nuevo y desorbitante, un chicle vil por el que un día seré capaz de cambiar diez años de felicidad por unos minutos de su aliento, será un abanicazo de frescura.
Pero no es clorofila.
No puede ser.
Me niego a que lo sea.
Podrá la industria del chicle, abanderada por la monolítica Adams, diseñar chicles de inusitada calidad y manipular su química para encender en nuestra boca efectos de Bahía Cochinos. Pero la clorofila existe para un solo fin, sencillo y malhumorado: hurgar y escamotear en los cascos y enramajes, aplicar una ecuación de sol y hartar de verde los acantilados, los ventanales de tu celda, el asiento trasero de los viejos Rambler, Scirocco y Valiant por los que ya nadie pregunta ni paga.
Además, suponiendo que lo sea -finalmente Adams y Warner Lambert reclutan a los mejores Ingenieros en Mascarología-, la clorofila debe tener su genio. Ya veo la manera de tomarlo, cuando en lugar de encarrilarse al ascenso dormilón de un tallo se vea nadando a borbotones en la turbulencia de tu sangre, verás cómo te las arreglas.
Eso por hablar de un producto natural, que a todos y a nadie pertenece. Porque los Clorets llevan también fórmulas de titanio, que seguro dan tonalidad, y goma laca, esa noble resina. Tan noble que es extraída por adolescentes de la Isla Maystick que la mascan largas horas para fabricar condones.
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enero 14, 2003
Trabajo en una oficina blanca, punto. Aquí todo es así. Recibo y atiendo a un tipo lleno de inseguridades, alguien como yo pero situado trás del escritorio, punto. Lo cual me da ventaja, punto. Al otro lado del teléfono percibo a un compañero de trabajo que, ante una simple y ordinaria pregunta, dice permíteme, lo atiendo, lo sigo atendiendo, gracias por la espera y finalmente, cuando espero un sí o no, me tira una telescópica cadena numérica que debo memorizar como clave de supervivencia.
Una chica simple —no hay adjetivo más justo— se mece con indiferencia al ritmo susurrante de un diminuto par de audífinos que, por cierto, no lleva puesto. Las bocinillas secretean desde su cuello, bronco y definido como una caña.
—Buenos día, sígame —doy media vuelta mostrando el camino.
—Gracias. ¿Estás loco? ¿Frío tú?
Su pregunta me saca del hastío, no la entiendo y volteo. Me ignora, al parecer habla con alguien más a pesar de no haber nadie cinco metros a la redonda. Pero hay cada loco, así que llego a mi escritorio y tomamos asiento. Entonces puedo verla. La chica simple coloca frente a sí un cuaderno ídem. También un gran limón que más bien parece lima —por la piel deslucida y rugosa— y un objeto blanco del que emana el cablecillo de los audífonos. Objeto que reconozco inmediatamente, con bastante sorpresa.
Es un iPod. El almacenador y reproductor digital que Apple lanzó al mercado en el 2001, del tamaño de un monedero, ligero de equipaje. Ante la facha opulenta de los hermanos Sony, Walkman y Discman, el iPod se ve de lo más simpático. No puedo evitar alzarme y estirar la mano para verlo mejor, costumbre ventajosa de todo buen ejecutivo. En el display se alternan dos leyendas: LOADED y P RUBIO LO HARE POR TI.
No bien capté la coquetería ozónica de Paulina Rubio, "Mira qué bien se nos da / eso de estar juntos los dos...", cuando el limón rodó, casi galopando sobre mi escritorio. La chica se interpuso y lo cachó, llevándoselo al pecho. "Esto de ensayar futuro / siempre acompañándonos...". Esta es una triste historia, contada tantas veces.
—-El verano duele, ¿oíste? No soy yo.
Si no se dirige a mí, debe estar loca. Pero habla con el limón, que como todos los limones duerme. Lo vuelve a colocar sobre contratos y pólizas, asegurándolo entre su cuaderno y una engrapadora. No lo creí, pero el limón comenzó a moverse con lentitud, visiblemente incómodo, luchando por ganar centímetros. La imagen más cercana es un huevo a punto de eclosión. Su vida hecha cólicos, dianas y condecoraciones ganadas en mil viajes que aún braman por ella, a los que nunca fue. La chica simple libera una lágrima ídem.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me contó, en voz baja pero suficiente, que el demonio se había escapado de la cabaña de un guardabosques escocés del Siglo XVII, quien le dio tutela sin saberlo en un copón hirviente que utilizaba su padre, y anteriormente su abuelo, para encender tabaco rudo. Luego de causar diversión, malestar y muerte a los tripulantes de un galeón abanderado en los Midland británicos, el demonio encalló, barajando salvajamente el tiempo y el espacio, en las costas de Jamaica o por ahí. Revuelto con las astillas de la embarcación y las ricas arenas del Caribe, fue recogido por hongos fitopatógenos alojados al pie de un pescador andariego; éste la vive descalzo y embarra cualquier novedad en el guardapolvo de la abarrotera Debussy Hermanos, siendo fácil para cualquier demonio que se precie dar con un contenedor de fruta. En nuestro caso, limones que zurcarían el Golfo rumbo a los Estados Unidos para su venta al menudeo, calidad de exportación. El demonio acabó un exilio de cuatrocientos años y trepó al limón más vigoroso, entrando por el chichón. Ella exprimió varios limones en una fonda, sobre la humeante sopa, conservando el más hermoso para la eternidad.
—Me tiene presa —dijo.
Cuando terminó su relato, sentí un poderío súbito, un chispazo de sabiduría y oportunismo que me venía de las profundidades. Digo profundidades volteando al interior, a un sitio que no debe estar a menos de 500 millas dentro, un sitio inmaterial pero también orgánico y ferviente que me bulle, como a ti, desde las torceduras del ácido nucleico. Lo que me distingue como empleado de oficina blanca y a la vez me hermana con la sobriedad ovina de los siglos.
Tomé el limón con ambas manos, que intentó zafarse con ansias de catacumba, y corrí fuera del edificio, seguido por la chica. El iPod cumplía con su deber: "... y cuando me besas siento que disparas / al fondo de mi alma". Quiero pensar que mis acciones, los actos que realicé con aquel limón por casi media hora y que memoricé tan mal, ayudaron a la pacificación de algo. Aún haciendo más, aún haciendo el doble de lo que logré, y no es poco, la chica pensará que fue algo encantador. Pero inútil.
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Una chica simple —no hay adjetivo más justo— se mece con indiferencia al ritmo susurrante de un diminuto par de audífinos que, por cierto, no lleva puesto. Las bocinillas secretean desde su cuello, bronco y definido como una caña.
—Buenos día, sígame —doy media vuelta mostrando el camino.
—Gracias. ¿Estás loco? ¿Frío tú?
Su pregunta me saca del hastío, no la entiendo y volteo. Me ignora, al parecer habla con alguien más a pesar de no haber nadie cinco metros a la redonda. Pero hay cada loco, así que llego a mi escritorio y tomamos asiento. Entonces puedo verla. La chica simple coloca frente a sí un cuaderno ídem. También un gran limón que más bien parece lima —por la piel deslucida y rugosa— y un objeto blanco del que emana el cablecillo de los audífonos. Objeto que reconozco inmediatamente, con bastante sorpresa.
Es un iPod. El almacenador y reproductor digital que Apple lanzó al mercado en el 2001, del tamaño de un monedero, ligero de equipaje. Ante la facha opulenta de los hermanos Sony, Walkman y Discman, el iPod se ve de lo más simpático. No puedo evitar alzarme y estirar la mano para verlo mejor, costumbre ventajosa de todo buen ejecutivo. En el display se alternan dos leyendas: LOADED y P RUBIO LO HARE POR TI.
No bien capté la coquetería ozónica de Paulina Rubio, "Mira qué bien se nos da / eso de estar juntos los dos...", cuando el limón rodó, casi galopando sobre mi escritorio. La chica se interpuso y lo cachó, llevándoselo al pecho. "Esto de ensayar futuro / siempre acompañándonos...". Esta es una triste historia, contada tantas veces.
—-El verano duele, ¿oíste? No soy yo.
Si no se dirige a mí, debe estar loca. Pero habla con el limón, que como todos los limones duerme. Lo vuelve a colocar sobre contratos y pólizas, asegurándolo entre su cuaderno y una engrapadora. No lo creí, pero el limón comenzó a moverse con lentitud, visiblemente incómodo, luchando por ganar centímetros. La imagen más cercana es un huevo a punto de eclosión. Su vida hecha cólicos, dianas y condecoraciones ganadas en mil viajes que aún braman por ella, a los que nunca fue. La chica simple libera una lágrima ídem.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me contó, en voz baja pero suficiente, que el demonio se había escapado de la cabaña de un guardabosques escocés del Siglo XVII, quien le dio tutela sin saberlo en un copón hirviente que utilizaba su padre, y anteriormente su abuelo, para encender tabaco rudo. Luego de causar diversión, malestar y muerte a los tripulantes de un galeón abanderado en los Midland británicos, el demonio encalló, barajando salvajamente el tiempo y el espacio, en las costas de Jamaica o por ahí. Revuelto con las astillas de la embarcación y las ricas arenas del Caribe, fue recogido por hongos fitopatógenos alojados al pie de un pescador andariego; éste la vive descalzo y embarra cualquier novedad en el guardapolvo de la abarrotera Debussy Hermanos, siendo fácil para cualquier demonio que se precie dar con un contenedor de fruta. En nuestro caso, limones que zurcarían el Golfo rumbo a los Estados Unidos para su venta al menudeo, calidad de exportación. El demonio acabó un exilio de cuatrocientos años y trepó al limón más vigoroso, entrando por el chichón. Ella exprimió varios limones en una fonda, sobre la humeante sopa, conservando el más hermoso para la eternidad.
—Me tiene presa —dijo.
Cuando terminó su relato, sentí un poderío súbito, un chispazo de sabiduría y oportunismo que me venía de las profundidades. Digo profundidades volteando al interior, a un sitio que no debe estar a menos de 500 millas dentro, un sitio inmaterial pero también orgánico y ferviente que me bulle, como a ti, desde las torceduras del ácido nucleico. Lo que me distingue como empleado de oficina blanca y a la vez me hermana con la sobriedad ovina de los siglos.
Tomé el limón con ambas manos, que intentó zafarse con ansias de catacumba, y corrí fuera del edificio, seguido por la chica. El iPod cumplía con su deber: "... y cuando me besas siento que disparas / al fondo de mi alma". Quiero pensar que mis acciones, los actos que realicé con aquel limón por casi media hora y que memoricé tan mal, ayudaron a la pacificación de algo. Aún haciendo más, aún haciendo el doble de lo que logré, y no es poco, la chica pensará que fue algo encantador. Pero inútil.
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enero 11, 2003
Es un poco sábado, la noche me tira de su molcajete. El sábado existe, no cuando lo considero útil sino hasta que lo decide él, que se se dilata sin mi consentimiento. Mañana habrá tiempo para cambiar los ejes, vagabundear por las recámaras, dejarse acariciar por el bossa nova y la firma de Dios en los muslos de Anabella Sciorra. Mañana. Mientras tanto hay poco sábado, vuelvo a casa y quiero tacos.
Si alguien vagabundea el sábado y se detiene en una taquería, puedes estar seguro: no tuvo un día redondo. El sábado lleva una digestión difícil -la semana entera como bolo alimenticio- pero el magnetismo de los tacos dice más. Crayonazos en la nuca. Escapan vapores del gran trompo de carne. Encaro un sincero -aunque mecánico- examen de conciencia.
-Amor, te preparé semanas.
El taquero, con el taca-taca-flush que hemos memorizado de años, forma los tacos en un estrecho plato que les permite un abrazo final. Ésta es una idea fatalista y puede que me percate de ella, lo que precipita el tono. Rearmar el cuadro, acomodar las culpas.
-No es que lo dude, amor.
Uno de los taqueros sirve la salsa y en seguida el guacamole, mientras el sustituto, que despacha a partir de las 02:00 con menos experiencia, lo hace al revés. Ambos son veloces. El taco sabe igual. Siempre y cuando no reciban instrucciones de armar, en el mismo plato, una orden de composición distinta, pues entonces se revelan las ventajas del método que favorece, obviamente, al primero. Salsa, métodos y exámen de conciencia.
-El olor de tu cabello, amor, qué más ha de ser.
El encuentro fue insuperable, la vi sonreír. Pero algo hizo pavonearme con la cena y sus dedos perdieron rigidez. Se suponía que el monólogo fue justo y bien planteado, se suponía que nadie iba a llorar. Que nadie arrojaría las llaves y que el lápiz labial -deslizado tantas veces al contorno de la boca prénsil, perímetro rojo, rojísimo, hecho brasas- ocuparía el mismo sitio toda la noche, dentro del bolso de diseño pueblerino y un kit todo incluido de Ross Lullaby que imita con modestia los estuches soberbios de Esteé Lauder. Se suponía. Pero no fue así.
-Creo que la amo. Quizá sólo esté hambriento.
Cuarto taco, creyendo que van tres. Suben y bajan switches del sábado extinto, mugen bovinos al interior de la memoria. Es tarde. ¿Quieres alternativas? Madrugar el domingo por unos tacos de carne de puerco, en comparación a desvelarse para los de res. Inténtalo. Un grupo de polacos ciegos se sometió infinitas veces a ambas experiencias y lo plasmo en un texto emocionante, de oscura poética, que se publicó en la primavera del 2002. Supe que hubo violentas discusiones para elegir el tìtulo, Cartas de amor al fondo de la mina. Un inquietante ensayo que absorbe la conciencia urbana como popote gigantesco. El libro del año.
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Si alguien vagabundea el sábado y se detiene en una taquería, puedes estar seguro: no tuvo un día redondo. El sábado lleva una digestión difícil -la semana entera como bolo alimenticio- pero el magnetismo de los tacos dice más. Crayonazos en la nuca. Escapan vapores del gran trompo de carne. Encaro un sincero -aunque mecánico- examen de conciencia.
-Amor, te preparé semanas.
El taquero, con el taca-taca-flush que hemos memorizado de años, forma los tacos en un estrecho plato que les permite un abrazo final. Ésta es una idea fatalista y puede que me percate de ella, lo que precipita el tono. Rearmar el cuadro, acomodar las culpas.
-No es que lo dude, amor.
Uno de los taqueros sirve la salsa y en seguida el guacamole, mientras el sustituto, que despacha a partir de las 02:00 con menos experiencia, lo hace al revés. Ambos son veloces. El taco sabe igual. Siempre y cuando no reciban instrucciones de armar, en el mismo plato, una orden de composición distinta, pues entonces se revelan las ventajas del método que favorece, obviamente, al primero. Salsa, métodos y exámen de conciencia.
-El olor de tu cabello, amor, qué más ha de ser.
El encuentro fue insuperable, la vi sonreír. Pero algo hizo pavonearme con la cena y sus dedos perdieron rigidez. Se suponía que el monólogo fue justo y bien planteado, se suponía que nadie iba a llorar. Que nadie arrojaría las llaves y que el lápiz labial -deslizado tantas veces al contorno de la boca prénsil, perímetro rojo, rojísimo, hecho brasas- ocuparía el mismo sitio toda la noche, dentro del bolso de diseño pueblerino y un kit todo incluido de Ross Lullaby que imita con modestia los estuches soberbios de Esteé Lauder. Se suponía. Pero no fue así.
-Creo que la amo. Quizá sólo esté hambriento.
Cuarto taco, creyendo que van tres. Suben y bajan switches del sábado extinto, mugen bovinos al interior de la memoria. Es tarde. ¿Quieres alternativas? Madrugar el domingo por unos tacos de carne de puerco, en comparación a desvelarse para los de res. Inténtalo. Un grupo de polacos ciegos se sometió infinitas veces a ambas experiencias y lo plasmo en un texto emocionante, de oscura poética, que se publicó en la primavera del 2002. Supe que hubo violentas discusiones para elegir el tìtulo, Cartas de amor al fondo de la mina. Un inquietante ensayo que absorbe la conciencia urbana como popote gigantesco. El libro del año.
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enero 09, 2003
El señor de los anillos: Las dos torres. Aironazo que hace vibrar el pecho como una habitación llena de biombos, vacación todo pagado a lo imposible, dilema juguetón de culpas y perdones. Pero se extraña a Cate Blanchett. Sus profundos monólogos que dan consistencia y temperamento, elevando la historia y sus hilos. La voz en off que abre La Hermandad del Anillo es lo mejor del par de películas, hasta ahora:
"The world is changed. I feel it in the water."
Ella como vidrio. Muselina, falsete, dedo pulgar. Y esos ojos, alterados o no con la paleta cinematográfica, deberían ser la patente de un nuevo azul, Azul Blanchett.
No tengo idea cuánto voy a gastar en la trilogía, al cabo de años, sea en DVDs, sea en las gruesas noveletas y sus arrimados. Dos tickets en dos días consecutivos me hacen suponer que mucho. "¿A qué nos aferramos, Frodo?", pregunta Sam, uno de los que más terreno gana en el rompecabezas cerebral que atenaza al hermoso hobbit. Ignoro si la evolución de Sam sucede en la novela o es una decisión del director, como también el hecho de meter a Liv Tyler así, tan forzada y desechable, como sostén afectivo para un personaje con suficiente masa, Aragorn, que no lo necesita, más bien para justificarla en el reparto.
Formo parte de los nuevos adeptos de Tolkien. En 1993 estuve a punto de leer la obra, tan cerca que fue cuestión de abrirlo y dejarme llevar, pero se interpuso El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg, que echa por tierra mucho del imaginario medieval, y la perilla movió todos los canales. Algún día será.
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"The world is changed. I feel it in the water."
Ella como vidrio. Muselina, falsete, dedo pulgar. Y esos ojos, alterados o no con la paleta cinematográfica, deberían ser la patente de un nuevo azul, Azul Blanchett.
No tengo idea cuánto voy a gastar en la trilogía, al cabo de años, sea en DVDs, sea en las gruesas noveletas y sus arrimados. Dos tickets en dos días consecutivos me hacen suponer que mucho. "¿A qué nos aferramos, Frodo?", pregunta Sam, uno de los que más terreno gana en el rompecabezas cerebral que atenaza al hermoso hobbit. Ignoro si la evolución de Sam sucede en la novela o es una decisión del director, como también el hecho de meter a Liv Tyler así, tan forzada y desechable, como sostén afectivo para un personaje con suficiente masa, Aragorn, que no lo necesita, más bien para justificarla en el reparto.
Formo parte de los nuevos adeptos de Tolkien. En 1993 estuve a punto de leer la obra, tan cerca que fue cuestión de abrirlo y dejarme llevar, pero se interpuso El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg, que echa por tierra mucho del imaginario medieval, y la perilla movió todos los canales. Algún día será.
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enero 07, 2003
Hoy martes, en los diarios argentinos, deslumbró una mala noticia: murió Félix Loustau, ex-jugador de River Plate. Para no perfumar demasiado, digamos que su apellido es la quinta palabra de un poema memorizado por septuagenarios:
Muñoz Moreno Pedernera Labruna Loustau.
Es la línea delantera del River Plate de la década 1950, apodada La Máquina, adjetivo que ilustra pero igualmente distorsiona.
En las grandes prensas de papel actuales, se degollan resmas con una delgada hoja de acero que mide el papel en nanomilésimas y ejecuta un solo tajo silencioso, cuando en el pasado se utilizó una guillotina de 700 kilos que maltrataba las orillas y de vez en cuando cobraba un dedo a sus operadores. Ambas cortan el papel. En su día, las dos fueron La máquina.
Llamarle Máquina a un equipo de fútbol, en el contexto de los sistemas defensivos vigentes y el tono de minusvalía post-industrial de mitad de siglo en América Latina, es casi un chiste. Pero vale. El mundo del deporte es pésimo asignando metáforas.
Si en verdad aquel River fue la maravilla y sus cinco delanteros -formación que se considera extinta pero que podemos ver en los equipos de Guus Hidink, el Manchester United de Alex Fergusson y el mejor Atlas de Ricardo Lavolpe (1999)-, si eran tan generosos y flexibles, nos queda todo menos máquina. Mejor una imagen de fertilidad y apego: El azadón o La huérfana. En el mismo tren de ideas, la selección de Holanda de 1974 conocida como Naranja Mecánica, a la que he visto en 5 ó 6 partidos y cada vez me deja el iris tembloroso, será Naranja Dinámica por decir lo menos.
Descanse en paz Loustau, pero jamás lo vi jugar. Ni al River Plate de su generación. Es más, a ningún equipo de los años cincuenta y vivo sin ningún problema. Las enfermizas Épocas de Oro, al diablo con ellas. Lejos de estimular a las nuevas generaciones como un parámetro de medición, hacen más de ancla, de nudo nostálgico.
Cuando Ronaldo anotó el segundo gol en la final de Japón Corea 2002, empatando a Pelé con 12 goles, fui el primero en celebrarlo. Wow, vivir para contarlo: tumbar el mito de Pelé, el estándar fundamental de un gremio que arrastra -como el pop- deudas insalvables con los años 60 y 70.
Pelé, inmaculado e intocable, por un lado, adorna las videotecas de colección del fútbol de Brasil -que son desgraciadamente pocas- pero ha sido un freno anímico para miles de futbolistas brasileños, menos dotados que él y por ello condenados a una proyección de segunda.
Así llega Ronaldo y lo empata, eso es innovación. Con un poco de salud -Ronaldo necesita poca salud para rendir, que ya me gustaría decir lo mismo- en 2006 el dientón delantero borrará de la memoria otro número mágico, el 14, cantidad máxima de goles, patente de otro arcángel, Gerd Muller.
Para dejar en claro: en el blog de Mr Phuy, Pelé será un blanco constante (cursivas para no herir susceptibilidades). Me parece el mejor futbolsita de todos, pero no el más importante. Para eso está Johann Cruyff, rompiendo esquemas y abriendo campos de reflexión y pensamiento, más cerebral y propositivo que ningún otro. Garincha un milagroso pillo. Zico lo más cool. Maradona la excepción perfecta. Franco Baresi, Roberto Carlos y Hugo Sánchez como los mejores especialistas en su puesto, sin competidor a la vista.
Bravísimo al jovencito Pelé, que llegó como un respiro cuando el fútbol se inclinaba hacia el poder tenebroso de la Europa Oriental y de Italia en su versión cochina, una dura llamada de atención de Brasil y Sudamérica al fútbol organizado no Europeo. Pero Maradona es la Contrarreforma, imagen que me encanta por provocativa y fértil. Con ese aire de ponzoña y fantasía -ni hablar de su calidad futbolística- Maradona ayudó a bien morir al modelo de futbolista impecable que proponían Pelé y Beckenbauer, ganador, caballeroso y amigo de los niños.
El fútbol de hoy es un bosquejo delicioso, pero aún lejano del ser acabado que vendrá. Sufrirá convulsiones y dentro de poco -treinta años- mutará en algo distinto y mejor, gracias a la estela maravillosa del ramo femenil y al maremoto que se viene de Oriente cuando Japón, Corea, India, China y los Archipiélagos de Indonesia diga agua va. Unos que nacen y otros morirán. Ese fútbol me convierte.
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mr_phuy@mail.com
Muñoz Moreno Pedernera Labruna Loustau.
Es la línea delantera del River Plate de la década 1950, apodada La Máquina, adjetivo que ilustra pero igualmente distorsiona.
En las grandes prensas de papel actuales, se degollan resmas con una delgada hoja de acero que mide el papel en nanomilésimas y ejecuta un solo tajo silencioso, cuando en el pasado se utilizó una guillotina de 700 kilos que maltrataba las orillas y de vez en cuando cobraba un dedo a sus operadores. Ambas cortan el papel. En su día, las dos fueron La máquina.
Llamarle Máquina a un equipo de fútbol, en el contexto de los sistemas defensivos vigentes y el tono de minusvalía post-industrial de mitad de siglo en América Latina, es casi un chiste. Pero vale. El mundo del deporte es pésimo asignando metáforas.
Si en verdad aquel River fue la maravilla y sus cinco delanteros -formación que se considera extinta pero que podemos ver en los equipos de Guus Hidink, el Manchester United de Alex Fergusson y el mejor Atlas de Ricardo Lavolpe (1999)-, si eran tan generosos y flexibles, nos queda todo menos máquina. Mejor una imagen de fertilidad y apego: El azadón o La huérfana. En el mismo tren de ideas, la selección de Holanda de 1974 conocida como Naranja Mecánica, a la que he visto en 5 ó 6 partidos y cada vez me deja el iris tembloroso, será Naranja Dinámica por decir lo menos.
Descanse en paz Loustau, pero jamás lo vi jugar. Ni al River Plate de su generación. Es más, a ningún equipo de los años cincuenta y vivo sin ningún problema. Las enfermizas Épocas de Oro, al diablo con ellas. Lejos de estimular a las nuevas generaciones como un parámetro de medición, hacen más de ancla, de nudo nostálgico.
Cuando Ronaldo anotó el segundo gol en la final de Japón Corea 2002, empatando a Pelé con 12 goles, fui el primero en celebrarlo. Wow, vivir para contarlo: tumbar el mito de Pelé, el estándar fundamental de un gremio que arrastra -como el pop- deudas insalvables con los años 60 y 70.
Pelé, inmaculado e intocable, por un lado, adorna las videotecas de colección del fútbol de Brasil -que son desgraciadamente pocas- pero ha sido un freno anímico para miles de futbolistas brasileños, menos dotados que él y por ello condenados a una proyección de segunda.
Así llega Ronaldo y lo empata, eso es innovación. Con un poco de salud -Ronaldo necesita poca salud para rendir, que ya me gustaría decir lo mismo- en 2006 el dientón delantero borrará de la memoria otro número mágico, el 14, cantidad máxima de goles, patente de otro arcángel, Gerd Muller.
Para dejar en claro: en el blog de Mr Phuy, Pelé será un blanco constante (cursivas para no herir susceptibilidades). Me parece el mejor futbolsita de todos, pero no el más importante. Para eso está Johann Cruyff, rompiendo esquemas y abriendo campos de reflexión y pensamiento, más cerebral y propositivo que ningún otro. Garincha un milagroso pillo. Zico lo más cool. Maradona la excepción perfecta. Franco Baresi, Roberto Carlos y Hugo Sánchez como los mejores especialistas en su puesto, sin competidor a la vista.
Bravísimo al jovencito Pelé, que llegó como un respiro cuando el fútbol se inclinaba hacia el poder tenebroso de la Europa Oriental y de Italia en su versión cochina, una dura llamada de atención de Brasil y Sudamérica al fútbol organizado no Europeo. Pero Maradona es la Contrarreforma, imagen que me encanta por provocativa y fértil. Con ese aire de ponzoña y fantasía -ni hablar de su calidad futbolística- Maradona ayudó a bien morir al modelo de futbolista impecable que proponían Pelé y Beckenbauer, ganador, caballeroso y amigo de los niños.
El fútbol de hoy es un bosquejo delicioso, pero aún lejano del ser acabado que vendrá. Sufrirá convulsiones y dentro de poco -treinta años- mutará en algo distinto y mejor, gracias a la estela maravillosa del ramo femenil y al maremoto que se viene de Oriente cuando Japón, Corea, India, China y los Archipiélagos de Indonesia diga agua va. Unos que nacen y otros morirán. Ese fútbol me convierte.
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enero 06, 2003
Es Tricky.
Noche de cicatrices y barrotes.
Fiesta mimética.
Desapalabrar.
Amor fracturado.
Fractura enamorada.
Alma lo-fi.
Ángel claustrofóbico.
Poderoso error.
Reptilencias en tu DNA.
Mamá el volumen mamá.
Futuro untado.
Ellos no son el mundo.
Trip-hop paranormal.
Anti-pop insurgente.
Música invertebrada.
Polímero nervioso.
Lo has derrumbado tú.
Consecuencia potable.
Música negra.
Música marrón.
Música molusco.
Música alienada y repelente.
Industria deprimida.
Si te digo el origen.
Lo bello debe morir.
Lo muerto debe embellecer.
Escalofrío tenerte.
No pertenezco aquí.
Es Tricky. Escalón angustioso del pop catatónico que llegó a mí como el borrador de un lápiz Ticonderoga. En dos pasadas desplazó tantas cosas, echando a perder superficies limpias, bien escritas.
Es Tricky. El álbum Maxinquaye sigue siendo una hinchazón neuronal y Nearly God el punto más oscuro de mi subconciente. Hasta allí puedo ver. Más allá no hay luz y andar a ciegas me hace volver al encierro en que nos tuvo mi abuelo, el pirata.
Es Tricky. En el 2001 publicó Blowback en su fase -muy respetable- de rock duro, un álbum del que renegó su audiencia pero que también usó él para renegar de ocho cosas, siete de las cuales no nos incumben y otra que olvidé.
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enero 03, 2003
En la tarea engorrosa de subir la imagen de Zico (ver comentario de abajo), que con esta maldita conexión me lleva seis minutos, veo una leyenda a sus pies, Material de construcción, que no significa nada. El balón es lo que fue, un hijo del Adidas Tango. Los shorts son de otra época: vivos verticales a los costados, costuras en Y invertida que a fuerza del uso se abrían en V o en W, fibra de nylon.
Zico tuerce la muñeca izquierda, mantiene el codo atrás, relajado. Control anatómico. Creo haber visto a Maradona fotografiado en la misma circunstancia, aunque sin esa heladez en el rostro. Diego era de rostro desafiante y desafiado, travieso inconfundible. Puede ser una pequeñez, pero la mano atrás y el balón corriendo libre es una pequeñez de tipos que juegan sueltos.
Habrá que calcular el volumen de esos muslos, insisto, llenos de esteroides. Y qué diablos. Esteroides, nandrolona y más trabalenguas al torrente sanguíneo.
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enero 01, 2003
Debut de Mr Phuy.
Actualización: 2 a 4 veces por semana. Mi conexión es lennnnnta, casi imposible.
Mi abuelo y tú son casi la misma persona. Pero mi abuelo halló su compañera. Y tú no. Lo que mi abuelo hizo o dejó de hacer te importa mucho, como también lo que voy a decir: el futbolista más cool de la historia es Zico. Hay siete razones que lo justifican y puede que haya más, como igual he descubierto doce marcas de un hijo de puta, cuando se sabe que son nueve:
1 El pelo ralo.
2 La frente buida, una cosa así.
3 Cara pálida.
4 La barba caída, en cascada, lo abundante que se pueda. Si el hijo de puta es lampiño o gusta de afeitarse, habrá que arrimársele más para interpretar la apertura de sus poros y suponer si la tendría en cascada.
5 Manos blandas y babosas. Babean lo que tocan, tocan lo que babean.
6 El mirar huido. El hijo de puta mira en chanfle. Lanza un hilillo cuando mira pero éste se bate con el aire.
7 Vocecilla pitona, de flauta, pídele cantar.
8 El pito suelto, domado. Mismo asunto que en la barba (ver marca 4).
9 El hijo de puta es codicioso. Selene me explica que ambicioso y codicioso es totalmente otra cosa, no que te importe saberlo. Ambicioso es el que quiere. Codicioso es el que no quiere perder lo que ya tiene. Queda claro que en el Top 5 de los más grandes codiciosos debe estar, encima de Fidel Castro, el entrañable Gollum.
Hay otras tres, que suman doce. La décima, por ejemplo, es que si un hijo de puta alza una pierna en escuadra, formando àngulo recto con el culo de vértice, cae. No resiste diez segundos. Es la décima. Tengo dos màs.
Zico es (fue) de lo más cool, con lo antipático y tedioso que generalmente es el fútbol si se lo ve en contexto como entretenimiento y nicho de aficiones, especulación, burladero, regionalismos odiosos y calentamiento de dos lastres que repelo: el confort y la nostalgia. Puedo decir que no me gusta el fútbol pero me gusta terriblemente ver jugar a Zico, que encierra todo el fútbol y da sabor al resto, fútbol rancio y tal. Lo tengo a la vista en el cartel publicitario de la Copa Toyota Intercontinental 1981 que ganó el Flamengo contra el Liverpool.
Lo hallé en la Red, me iluminó la cara y lo grabé inmediatamente. Es uno de los Desktop màs frecuentes en mi computadora, alternado con obsesivos close-up que capturè en las macetas del barandal, cables telefónicos, galletas Ritz, instructivos obsoletos en idioma mandarìn y dos fenomenales cuadros que produjo Paul Klee en su viaje a Tùnez, primavera de 1914, viajecito aquel.
Decía de Zico. En su mejor versiòn era el puppet master en cada partido, jalando y devolviendo a su sitio a compañeros y rivales con un pequeño giro de cintura, o giro de cuello, o giro de tobillos, van y vienen porque el brasileño lo decidió con esa sevática espontaneidad. Nadie màs divino ni más cool. Bochini pero no, Laudrup pero no, Zidane pero no.
Ese Flamengo de 1981, al que nunca vi jugar, es el màs celebrado en la historia del club que, según sabemos, en Brasil no tiene seguidores sino acólitos. Allì tenìan al menudo Junior, que para mejor seña es el Pony Ruiz del Mundo de las Ideas; también a Leandro y al cañonero Tita, que 10 años después emigró para jugar en León, Guanajuato. Sus acólitos dicen que el equipo era imbatible, y a falta de videoteca ni modo, hay que creerlo.
En cambio, el Liverpool de Matt Busy, clásico y groundbreaking para el fútbol inglés, lleva ventaja en la inserción històrica pues mientras el Flamengo sòlo vive en la memoria suburbana de sus seguidores, del Liverpool pululan álbumes y videos compilatorios en los que puede verse correr y dar instrucciones al goleador Ian Rush y a Kenny Dalguish, un deportista esdrújulo. Pero en 1981 ganaron los brasileños, tres goles a cero.
No sé en qué reporte noticioso vi unos segundos a Zico alzando la copa, pasarla a sus compañeros y recibir una gigantesca llave como prenda de la camioneta Toyota que atascarìa mil veces en los lodos de Rìo. El reporte se esfumó y basta, no más Copa Toyota para los niños mexicanos. La palabra Intercontinental quedò sobre la lengua, pronunciada hacia dentro por años, como un rumiante, sin que alguien pudiera explicar por qué diablos se llamaba así, cuándo se disputaba, quièn la disputaba y por què mis Pumas de la UNAM o el todopoderoso América no la jugaban o aspiraban a jugarla.
En los veranos subsecuentes, con suerte y expectativa en la televisión, la Toyota volvía en flashazos igual de breves, ahora en manos de Michel Platini, Ruud Gullit, Toninho Cerezo, Chilavert... Hablo de un trofeo atractivo, de los mejores en cuanto al diseño, digo, en el escueto juego de símbolos del fútbol. Nota 1: El mejor para mí es el disco plateado que se entrega a los campeones de la Bundesliga alemana. Nota 2: El copón de los torneos mexicanos es horroroso y anticuado.
La historia no es más que polvo de héroes y villanos mezclado con excremento de rata, chica frase de Manuel Vincent. Pues eso. El cartel de la Intercontinental 1981 es un concepto mitad selvático mitad manga, hecho de lujos e incoherencias. Caracteres para ser leìdos desde el Lejano Oriente (la fecha y el lugar, el precio de plateas, la mención de los protagonistas), trazos dirigidos de Europa a Sudamérica: èsta ùltima infunde miedo a la primera con la idea de Zico, su cuerpo inclinado majestuosamente sobre el césped, húmedo y denso para no confundir. El brazalete de capitán en su sitio y la mueca sostenida en la conducciòn del balòn, que es limpio y rueda libre.
Como cualquier fotografía tomada en canchas brasileñas, la grada se percibe como un caldo de mantas, citas bíblicas y rostros fuera de foco hipnotizados a los anchos muslos del jugador, inflados de esteroides. Hay un aire de sabelotodo en el balòn. Se lo da Zico.
Alegre debut en Blogger.com y muchas cosas por decir. La undécima marca de un hijo de puta es que ganó bastante, como ganaron mi abuelo y Zico. Y tù no.
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Actualización: 2 a 4 veces por semana. Mi conexión es lennnnnta, casi imposible.
Mi abuelo y tú son casi la misma persona. Pero mi abuelo halló su compañera. Y tú no. Lo que mi abuelo hizo o dejó de hacer te importa mucho, como también lo que voy a decir: el futbolista más cool de la historia es Zico. Hay siete razones que lo justifican y puede que haya más, como igual he descubierto doce marcas de un hijo de puta, cuando se sabe que son nueve:
1 El pelo ralo.
2 La frente buida, una cosa así.
3 Cara pálida.
4 La barba caída, en cascada, lo abundante que se pueda. Si el hijo de puta es lampiño o gusta de afeitarse, habrá que arrimársele más para interpretar la apertura de sus poros y suponer si la tendría en cascada.
5 Manos blandas y babosas. Babean lo que tocan, tocan lo que babean.
6 El mirar huido. El hijo de puta mira en chanfle. Lanza un hilillo cuando mira pero éste se bate con el aire.
7 Vocecilla pitona, de flauta, pídele cantar.
8 El pito suelto, domado. Mismo asunto que en la barba (ver marca 4).
9 El hijo de puta es codicioso. Selene me explica que ambicioso y codicioso es totalmente otra cosa, no que te importe saberlo. Ambicioso es el que quiere. Codicioso es el que no quiere perder lo que ya tiene. Queda claro que en el Top 5 de los más grandes codiciosos debe estar, encima de Fidel Castro, el entrañable Gollum.
Hay otras tres, que suman doce. La décima, por ejemplo, es que si un hijo de puta alza una pierna en escuadra, formando àngulo recto con el culo de vértice, cae. No resiste diez segundos. Es la décima. Tengo dos màs.
Zico es (fue) de lo más cool, con lo antipático y tedioso que generalmente es el fútbol si se lo ve en contexto como entretenimiento y nicho de aficiones, especulación, burladero, regionalismos odiosos y calentamiento de dos lastres que repelo: el confort y la nostalgia. Puedo decir que no me gusta el fútbol pero me gusta terriblemente ver jugar a Zico, que encierra todo el fútbol y da sabor al resto, fútbol rancio y tal. Lo tengo a la vista en el cartel publicitario de la Copa Toyota Intercontinental 1981 que ganó el Flamengo contra el Liverpool.
Lo hallé en la Red, me iluminó la cara y lo grabé inmediatamente. Es uno de los Desktop màs frecuentes en mi computadora, alternado con obsesivos close-up que capturè en las macetas del barandal, cables telefónicos, galletas Ritz, instructivos obsoletos en idioma mandarìn y dos fenomenales cuadros que produjo Paul Klee en su viaje a Tùnez, primavera de 1914, viajecito aquel.
Decía de Zico. En su mejor versiòn era el puppet master en cada partido, jalando y devolviendo a su sitio a compañeros y rivales con un pequeño giro de cintura, o giro de cuello, o giro de tobillos, van y vienen porque el brasileño lo decidió con esa sevática espontaneidad. Nadie màs divino ni más cool. Bochini pero no, Laudrup pero no, Zidane pero no.
Ese Flamengo de 1981, al que nunca vi jugar, es el màs celebrado en la historia del club que, según sabemos, en Brasil no tiene seguidores sino acólitos. Allì tenìan al menudo Junior, que para mejor seña es el Pony Ruiz del Mundo de las Ideas; también a Leandro y al cañonero Tita, que 10 años después emigró para jugar en León, Guanajuato. Sus acólitos dicen que el equipo era imbatible, y a falta de videoteca ni modo, hay que creerlo.
En cambio, el Liverpool de Matt Busy, clásico y groundbreaking para el fútbol inglés, lleva ventaja en la inserción històrica pues mientras el Flamengo sòlo vive en la memoria suburbana de sus seguidores, del Liverpool pululan álbumes y videos compilatorios en los que puede verse correr y dar instrucciones al goleador Ian Rush y a Kenny Dalguish, un deportista esdrújulo. Pero en 1981 ganaron los brasileños, tres goles a cero.
No sé en qué reporte noticioso vi unos segundos a Zico alzando la copa, pasarla a sus compañeros y recibir una gigantesca llave como prenda de la camioneta Toyota que atascarìa mil veces en los lodos de Rìo. El reporte se esfumó y basta, no más Copa Toyota para los niños mexicanos. La palabra Intercontinental quedò sobre la lengua, pronunciada hacia dentro por años, como un rumiante, sin que alguien pudiera explicar por qué diablos se llamaba así, cuándo se disputaba, quièn la disputaba y por què mis Pumas de la UNAM o el todopoderoso América no la jugaban o aspiraban a jugarla.
En los veranos subsecuentes, con suerte y expectativa en la televisión, la Toyota volvía en flashazos igual de breves, ahora en manos de Michel Platini, Ruud Gullit, Toninho Cerezo, Chilavert... Hablo de un trofeo atractivo, de los mejores en cuanto al diseño, digo, en el escueto juego de símbolos del fútbol. Nota 1: El mejor para mí es el disco plateado que se entrega a los campeones de la Bundesliga alemana. Nota 2: El copón de los torneos mexicanos es horroroso y anticuado.
La historia no es más que polvo de héroes y villanos mezclado con excremento de rata, chica frase de Manuel Vincent. Pues eso. El cartel de la Intercontinental 1981 es un concepto mitad selvático mitad manga, hecho de lujos e incoherencias. Caracteres para ser leìdos desde el Lejano Oriente (la fecha y el lugar, el precio de plateas, la mención de los protagonistas), trazos dirigidos de Europa a Sudamérica: èsta ùltima infunde miedo a la primera con la idea de Zico, su cuerpo inclinado majestuosamente sobre el césped, húmedo y denso para no confundir. El brazalete de capitán en su sitio y la mueca sostenida en la conducciòn del balòn, que es limpio y rueda libre.
Como cualquier fotografía tomada en canchas brasileñas, la grada se percibe como un caldo de mantas, citas bíblicas y rostros fuera de foco hipnotizados a los anchos muslos del jugador, inflados de esteroides. Hay un aire de sabelotodo en el balòn. Se lo da Zico.
Alegre debut en Blogger.com y muchas cosas por decir. La undécima marca de un hijo de puta es que ganó bastante, como ganaron mi abuelo y Zico. Y tù no.
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